Traducción

jueves, 9 de enero de 2014

Un mal necesario


Qué solas, algunas...
No estoy a favor del aborto, estoy a favor del derecho a abortar, que no es exactamente lo mismo. Al igual que José Antonio Monago, presidente de la Junta de Extremadura y primer barón del PP en criticar abiertamente la nueva ley sobre el aborto, pienso que “Nadie puede obligar a una mujer a ser madre”. Y menos que nadie, el Estado.
No sé si recordaréis que, cuando Carme Chacón y Soraya Sáenz de Santamaría –que en materia de aborto guarda un inexplicable silencio- renunciaron a parte de su permiso por maternidad para volcarse en sus rampantes carreras políticas fueron muy criticadas; sobre todo por parte de las mujeres que, en mi opinión, son las que más tendrían que haberlas apoyado. Al igual que a nadie se le ocurre criticar a un recién estrenado padre por pasarse ocho horas al día en su puesto de trabajo, ajeno al terrible trajín que conlleva un bebé de pocos meses, tampoco deberíamos ensañarnos con las mujeres que se resisten a ser únicamente gallinas cluecas. Como bien puntualizó por aquel entonces la actual vicepresidenta del Gobierno, disfrutar de un permiso por maternidad es un derecho, no una obligación.
No hace falta ser gay para estar a favor del matrimonio homosexual ni de que las parejas del mismo sexo puedan adoptar un niño. Pues igual sucede con el aborto, que no es ninguna obligación para el que no “comulgue” –nunca mejor dicho- con ello, sino un derecho para quien no encuentre otra solución y tenga redaños para hacerlo. Dudo mucho que yo personalmente fuera capaz: tendría demasiado miedo de arrepentirme a posteriori. Creo que sólo sería capaz de hacerlo en caso de violación o de grave malformación fetal o de que mi primer embarazo me hubiera sorprendido siendo demasiado joven… ¡y ni siquiera estoy segura de ello! Pero ése es mi credo personal, que no tiene por qué ser universal ni obligatoriamente compartido. Sin embargo, estoy a favor de que cada una pueda abortar libremente y siguiendo la voz de su propia conciencia, sin mayor intervención por parte del Estado que la de garantizarle los cuidados necesarios antes, durante y después del aborto en sí.
Abortar no es plato de buen gusto para nadie. Como bien decía Elvira Lindo en una columna reciente, nadie alardea de haberlo hecho. Y, sin embargo, el aborto voluntario –por no hablar del indeseado- es mucho más frecuente de lo que pensamos. Yo misma sería capaz de citar cuatro casos que la discreción me impide nombrar con mayor detalle. Conozco y respeto a las cuatro implicadas; ninguna de ellas me parece especialmente egoísta, y todas han sido madres amorosas y responsables con anterioridad o bien posteriormente. Y para ninguna de las ellas fue una decisión tomada a la ligera.

Por otra parte, ninguna ley sobre el aborto será del todo justa ni estará completa hasta que incluya un paquete de medidas para obligar al padre a ejercer de tal. Obligar a un hombre a reconocer y responsabilizarse de su propio hijo cuesta tiempo, dinero y fortaleza de ánimo, cosa que no está al alcance de cualquiera. Obligar a una mujer a ser madre, no cuesta nada: basta con forzarla a seguir adelante con un embarazo que no ha buscado ni desea. Se nota que la nueva/vieja ley del aborto es una ley pensada y aplicada por hombres, desde el ministro de Justicia español hasta los médicos –y no médicas, que todavía son un bien escaso- que tendrán que dar su beneplácito para que una mujer pueda abortar, aun en unos supuestos que no pueden ser más restrictivos.
José Luis Gallardón ha dicho en conferencia de prensa que él no permitiría que su mujer abortase si estuviera embarazada de un bebé con graves malformaciones. En su caso, no me extraña. Pero, como no es difícil imaginar, muy pocas de las mujeres que abortan tienen detrás a una tan familia rica y poderosa como la de Gallardón. Es más, la mayoría no tienen a nadie que pueda ayudarlas a cuidar de un hipotético niño con malformaciones: ni una santa esposa que haya antepuesto la maternidad a su propia carrera, ni suficiente dinero para contratar los servicios de una interna, ni tan siquiera unos abuelos jóvenes, complacientes y cercanos. Me temo que eso no está en su perfil. Como no está en el perfil de la mayoría de las madres de este país. Con la nueva ley, abortar -como estudiar un grado universitario-, se ha convertido en algo que sólo está al alcance de unos pocos, de los que tengan suficiente dinero para pagarse un billete al extranjero y la estancia en una clínica privada.

Cuando se aprobó la ley sobre el matrimonio homosexual, yo todavía vivía en Italia. Para escándalo de algunos de mis alumnos de entonces, manifesté sentirme muy orgullosa de mi país por haber aprobado dicha ley, así como de la de reproducción asistida, que tanto nos envidian (no en vano los vuelos Roma-Barcelona de la Ryanair estén llenos de parejas italianas en edad fértil). Últimamente, sin embargo, sólo siento vergüenza.

(Si te ha gustado este artículo -recientemente publicado en el periódico MENORCA en mi sección quincenal "El jardín de las delicias"- y estás de acuerdo con él, difúndelo como puedas, por favor: cuantos más seamos, más posibilidades tendremos de cambiar el mundo.)

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