Traducción

domingo, 9 de febrero de 2014

¡Alto ahí, forastero!


Nadie es más digno que yo.
Como todo el mundo sabe, la sanidad pública ya no es universal –dado que deja fuera a los “sin papeles”- ni se la puede llamar gratuita desde que se implantó el copago sanitario. En mi opinión, dichas medidas supuestamente de ahorro sólo contribuyen a colapsar los ya abarrotados servicios de urgencias y hacer que la gente evite ir al médico hasta que el mal esté tan extendido que ya no tenga remedio. ¿Cuántos tumores inofensivos se habrán convertido en cánceres letales, y carísimos de tratar, por cierto, desde que empezaron a aplicarse los recortes sanitarios? Quién sabe… Parafraseando el refranero, que es una fuente inagotable de sabiduría popular, estoy segura de que “es peor el remedio que la enfermedad”.
Lo que casi nadie sabe todavía es que ya no es posible matricularse en ningún centro educativo público de Baleares simplemente con el pasaporte, como sucedía hasta mediados de diciembre. ¿Qué por qué? Pues porque dicha opción, de la noche a la mañana y sin aviso previo, ha desaparecido del programa informático de gestión educativa por orden de algún superior inidentificable e inidentificado en virtud de una nueva interpretación de la misma Ley de Extranjería que hasta ahora lo permitía.
Los extranjeros que quieran matricularse a partir de ahora tendrán que presentar el DNI, cosa que implica haber obtenido previamente la nacionalidad española (que requiere entre dos y cinco años de residencia probada en nuestro país), o el NIE. Éste último, en la práctica diaria, no es tan sencillo de obtener como parece leyendo el listado de requisitos publicados en la web oficial. O al menos no para los extranjeros en situación irregular, pues para que te lo otorguen hay que poder justificar “los motivos de la solicitud”, es decir, que vives en España o trabajas aquí. Con el corazón en la mano, decidme: ¿cuántos ciudadanos de la antigua Europa del Este, magrebíes, ecuatorianos, filipinos, subsaharianos u orientales en general pueden presumir de tener un contrato de alquiler registrado o una vivienda en propiedad? ¿Y un contrato laboral estable y regular…? Muchos, los más desarraigados, no lo tienen. Y ésos, precisamente, son los más necesitados de la formación que a partir de ahora les estará vedada.

Todo el que haya vivido en el extranjero sabe que “tra il dire ed il fare, c’è di mezzo il mare” o, lo que es lo mismo, de la teoría a la práctica hay un abismo de triquiñuelas legales y vacíos legislativos. Yo misma tardé tres años y medio en que me asignaran un médico de cabecera en Roma, aun siendo ciudadana comunitaria y de carácter más bien combativo. Así como también estuve impartiendo clases de español para extranjeros durante años con un contrato draconiano que retenía el 30% de mi misérrimo sueldo con la excusa de que servía para pagar los impuestos en mi país que, dicho sea de paso, jamás ha llegado a percibir una sola lira del equivalente italiano a nuestro INSS. Tampoco vi jamás un contrato de alquiler regular y convenientemente registrado ante las autoridades; por macabro que suene, puedo decir que he vivido cinco años en tres casas distintas oficialmente habitadas por muertos.
Vivir en el extranjero una temporada no sólo sirve para aprender idiomas, sino que además es una escuela de tolerancia excepcional. Nadie que haya pasado por la experiencia de tener que repetir una y otra vez cómo se pronuncia su nombre, de explicar que Mallorca y Menorca no están lo bastante cerca como para desplazarse a nado de una a otra, que aquí también llueve y hace frío en invierno, que no basta añadir una ese al final de cada palabra para hablar en castellano –así como no basta añadir una “i” y agitar las manos para hablar en italiano-, que la paella no es el plato típico de toda España ni el flamenco su baile nacional, aunque quizá sean los más representativos… Nadie que haya pasado por esto puede seguir creyéndose el centro del universo.
No hay como coger el decrépito metro en Roma pasadas las diez de la noche para que se te pasen las ganas de seguir diciendo chorradas sobre los inmigrantes que vienen a nuestro país a quitarnos el trabajo y a colapsar las listas de espera de la Seguridad Social. Sólo hace falta pararse a observar sus rostros -algunos sucios, muchos cansados, todos ellos dignos de respeto- para entender que nadie emigra por capricho, sino por necesidad. Que a nadie le gusta morirse de hambre, ni ser perseguido por motivos ideológicos, étnicos o religiosos, ni ver morir a tus hijos por cualquier nimiedad. ¿Acaso no emigraron nuestros mayores a causa de la carestía o de las represalias políticas? Algunas localidades del norte de Argelia podrían contarnos mucho al respecto.

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